Cuenta la leyenda que un rico mercader de Florencia soñaba todas las noches con la misma casa: ayer era el estrecho camino que llevaba hasta la entrada; hoy, la puerta con un exquisito llamador de alpaca, mañana la sinuosa barandilla de cerezo. Con el tiempo llegó a tener una imagen tan completa del edificio y su entorno, que quiso hacerlo realidad.
Viajó durante años hasta encontrar un emplazamiento similar y confió después a los mejores arquitectos, aparejadores y artesanos florentinos su construcción. Para hacer una réplica perfecta hubo que deforestar una loma, desviar el curso de un río y armarse de una infinita paciencia: cada semana el mercader visitaba la obra y raro era el día que no ordenaba derruir uno de los muros, elevar una pulgada más la techumbre o rehacer los artesonados.
Muchas eran las ocasiones en que, encolerizado, rompía una vidriera o mandaba alicatar por vigésima vez alguna de las estancias. En cada una de aquellas jornadas les revelaba progresivamente la ubicación de las alcobas, el color de los azulejos, el nombre de las plantas que debían lucir en el jardín, la madera de la cama, el metal de las lámparas del salón, el número preciso de jarrones, la escena que debería mostrar tal tapiz o tal alfombra, el entramado de las celosías, la caprichosa forma de la fuente, el motivo de los bajorrelieves de una columna... Lo cierto es que, muchos años después, el mercader subió por el sendero empedrado y tuvo, por fin, al girar en el último recodo, la sensación de encontrarse ante el palacio del sueño.
Comprobó cada detalle y antes de acostarse entreabrió la ventana exacta de la fachada Norte.
Por allí debía entrar –lo había soñado la noche anterior- el asesino.
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