jueves, 18 de septiembre de 2008

MALA SOMBRA



En el tren. Fue en el tren. Me apeé precipitadamente y al cerrarse tras de mí las puertas automáticas me percaté de que no la llevaba conmigo.


Alargué entonces ridículamente la mano pero el convoy proseguía ya su camino.
No; no es la primera vez que extravío algo en esta línea del metro. En esta ocasión, sin embargo, era algo tan personal, tan íntimo e intransferible, que imaginé que si alguien la encontraba la devolvería.


Con esa esperanza me he acercado hasta la estación y he preguntado en la ventanilla. Al parecer –me he sentido más aliviado- no soy el único que va olvidando por ahí su sombra.


El empleado me ha mostrado varias pero ninguna ha resultado ser la mía. Me ha visto tan abatido que me ha prestado una de lo más aparente para el fin de semana: es alta y estilizada y no saben lo que me cuesta seguirla.


Con decirles que estoy deseando que llegue el lunes.

CUMPLIR UN SUEÑO


Cuenta la leyenda que un rico mercader de Florencia soñaba todas las noches con la misma casa: ayer era el estrecho camino que llevaba hasta la entrada; hoy, la puerta con un exquisito llamador de alpaca, mañana la sinuosa barandilla de cerezo. Con el tiempo llegó a tener una imagen tan completa del edificio y su entorno, que quiso hacerlo realidad.


Viajó durante años hasta encontrar un emplazamiento similar y confió después a los mejores arquitectos, aparejadores y artesanos florentinos su construcción. Para hacer una réplica perfecta hubo que deforestar una loma, desviar el curso de un río y armarse de una infinita paciencia: cada semana el mercader visitaba la obra y raro era el día que no ordenaba derruir uno de los muros, elevar una pulgada más la techumbre o rehacer los artesonados.


Muchas eran las ocasiones en que, encolerizado, rompía una vidriera o mandaba alicatar por vigésima vez alguna de las estancias. En cada una de aquellas jornadas les revelaba progresivamente la ubicación de las alcobas, el color de los azulejos, el nombre de las plantas que debían lucir en el jardín, la madera de la cama, el metal de las lámparas del salón, el número preciso de jarrones, la escena que debería mostrar tal tapiz o tal alfombra, el entramado de las celosías, la caprichosa forma de la fuente, el motivo de los bajorrelieves de una columna... Lo cierto es que, muchos años después, el mercader subió por el sendero empedrado y tuvo, por fin, al girar en el último recodo, la sensación de encontrarse ante el palacio del sueño.


Comprobó cada detalle y antes de acostarse entreabrió la ventana exacta de la fachada Norte.

Por allí debía entrar –lo había soñado la noche anterior- el asesino.

CURIOSO


El transeúnte caminaba por un sector de mala muerte de la gran Ciudad.

Al pasar cerca de una casa de lenocinio, el portero le dijo:


- ¡Chicas, chicas, siga, chicas vírgenes!


El hombre dio dos pasos más, pero se volvió rápidamente donde el portero.


- ¡Oiga, no sea imbécil! ¿Cuántos idiotas cree usted que se tragarán ese cuento?


El portero sonrió y le respondió:


- Ah, eso sí no sé…


¡Pero no me va a decir ahora que la curiosidad no mató al gato!